El pasado viernes fue mi Graduación, la ceremonia que ponía el broche final a cinco años de carrera; de recuerdos y anécdotas con aroma a la universidad que me ha tocado vivir y que ha marcado con fuerza la última etapa de mi vida. En efecto ya podemos afirmar que estoy graduado. Y aunque a día de hoy no sé si licenciado (todavía me restan cuatro notas por saber), lo cierto es que me resulta inevitable sentir que todo se ha terminado ya; que el vacío que me puede en estos momentos se debe a que la facultad de Ciencias de la Información de la Complutense forma parte, al fin, de mi pasado como estudiante.
Y curiosamente el año que viene volveré a dejarme caer por allí, para hacer un Máster que me permita doctorarme, cumplir ese sueño que siempre albergué latente en mi interior y que quizás, quién sabe, si termino siendo profesor algún día gracias a ello, acabe ligándome para siempre a este querido edificio de hormigón que ha sido mi casa durante este último lustro. Pero aún con todo eso, el vacío persiste. Parece que algo se acabó para siempre y ya no va a volver. Qué le vamos a hacer. La historia se escribe con montones de ciclos que empiezan y terminan tarde o temprano y la hora final de éste se produjo con la simbólica fiesta del viernes. Una nueva etapa irrumpe ahora con fuerza en mi vida. Se avecina un futuro de incertidumbre y dudas, pero lleno de alicientes y sueños que afronto con la prematura melancolía que me produce abandonar los apuntes y sus exámenes después de tanto tiempo, con la única certeza de que al menos oficialmente ya soy periodista y con la convicción, eso sí, de que lo mejor aún está por llegar.
Por ello, tras un periodo de larga inactividad en mi blog quería retomar hoy mi particular producción escribiendo a modo de homenaje una serie de posts que hicieran balance sobre todo este tiempo de vivencias en la facultad. Los titulo así porque efectivamente han sido unos años maravillosos. En la universidad he conocido la auténtica amistad, la que responde por ti sin preguntar nada a cambio; el compañerismo sincero, sólo posible con las personas que de verdad te valoran por lo que eres y que te quieren ayudar a ser lo que todavía no eres; el verdadero amor, aquel que te golpea de casualidad cuando menos te lo esperas y no se quiere separar de ti ni en la distancia ni en el olvido, dejándote huella para siempre. Por otra parte, también he constatado lo peor de la gente: la maldad en todas sus acepciones, la falta de educación, el egoísmo y la competitividad exagerada hasta sus máximos límites, que son la envidia y el engaño. Y es que evidentemente no todo son buenos recuerdos, pero esa concepción vitalista de la existencia que hice mía tras leer a Nietzsche en estos años maravillosos me hace valorar todas esas contradicciones como parte indisoluble de mi periodo universitario; sin duda, el más importante de mi corta vida.
Y para empezar con esta retrospectiva tan intimista sobre mi carrera, he pensado que lo más apropiado era iniciar mis reflexiones hablando precisamente de la Graduación, la culminación de esta pequeña novela de cinco episodios que se ha ido gestando en el Campus de la Complutense capítulo a capítulo, asignatura por asignatura, desde que llegase a él allá por octubre de 2004.
Cinco años después, el mismo día que tuve mi último examen, llegó la citada ceremonia. Lo primero que quisiera comentar es que a mí personalmente me hubiera gustado que se hubiese celebrado de otra manera, no lo voy a negar. Era un acto para reunir a toda la promoción de la carrera, por muy utópico que suene pretenderlo. Que realmente era imposible congregar a tanta gente en el edificio de la facultad, el lugar donde yo quería festejar la gala, tampoco lo voy a dejar de reconocer. Pero en cualquier caso, sabiendo las limitaciones que existían de antemano, lo que sí tenía claro es que deseaba algo así. Hablé con gente que me dijo que pasaba del tema, bien por no mostrarse partidaria de este tipo de formalidades, bien por no considerarla una celebración que tuviera algún sentido. Pues bien: para mí sí lo tiene. Me parece algo fundamental que todos los universitarios deberían vivir. No escondo que soy posiblemente un fetichista contumaz con este tipo de cosas, pero todas esas experiencias: las fotos de la Orla, los viajes de ecuador y fin de carrera, la propia Graduación... son actos que se quedan grabados en la memoria para siempre y que pertenecen a esa idiosincrasia tan especial de ser universitario, al mismo nivel que las clases o los pinchos de tortilla de la cafetería. Nadie que hace una carrera se los debería perder y a mí particularmente me hacía mucha ilusión realizar una cosa así para mis padres (los que me han costeado todo esto y tanto me han apoyado en los momentos difíciles), rodeado de gente con la que he convivido tantos años y que simboliza en modo alguno la culminación a tanto esfuerzo durante estos cinco años. La Graduación sirve para sentir con más claridad que has llegado al final de un ciclo y que lo cierras, aunque sea a partir de algo tan trivial como que un profesor te coloque una banda sobre los hombros con el escudo de tu universidad. Respeto que haya gente a la que no le guste o personas para las que no signifique nada y hasta comprendo que en el fondo tanta parafernalia pueda parecer un simple paripé, pero no deja de ser un bonito reconocimiento entre compañeros y familiares que me seguirá pareciendo necesario.
Dicho esto, el acto estuvo muy bien por otra parte. Las personas que tantas ganas le pusieron a la organización del evento se merecen un nuevo aplauso de los presentes y mi enésimo agradecimiento. Consiguieron crear una gala al mismo tiempo emotiva, divertida y solemne. Hubo de todo; desde el humor más bien traído hasta las reflexiones con más calado. Tuvo la duración correcta y nada sobró, salvo que quizás el vídeo con las fotos de los alumnos duró el doble de lo que muchos esperábamos.
Los profesores y el periodista invitado fueron otro dato determinante. Sus discursos, todos ellos diferentes entre sí pero con el mismo sentido de cordialidad, respeto y cariño, fueron espléndidos. En algún caso particular me sentía como si estuviese ante la última clase de la carrera, la lección más importante e influyente ante mi futuro profesional. Las siete intervenciones fueron charlas magistrales. Unas hablaban de anécdotas e historias personales; otras citaron a Homero y a grandes periodistas de la historia. Pero todas sin excepción aportaron algo: la ilusión y el ánimo para una generación de periodistas, la de nuestra promoción, que todos coincidieron en señalar que tiene muchas cosas que aportar a la mejor profesión del mundo. Y esto último no es algo que diga yo, sino el gran Gabriel García Márquez, citado en uno de los turnos de palabra.
Y finalmente, más allá del desarrollo del acto y otros pequeños matices menos interesantes o concretos, lo que sí me gustaría destacar fue lo que sentí al recibir mi beca; el momento más trascendente de esas casi tres horas de emoción contenida. A lo largo de la gala hice un par de comentarios a la gente que tenía cerca en las butacas refiriéndome a que me encontraba como si en la ceremonia de entrega de unos premios se tratase. Pues bien, el instante en el que escuché mi nombre y subí al escenario a recibir mi condecoración fue como ganar un Oscar. Sabía que a mis padres y a mi hermano esa imagen de chico delgaducho y timidote estrechando la mano de los asistentes les estaba haciendo felices. Pero yo me sentía aún más orgulloso de ellos si cabe que de mí mismo. Es una satisfacción enorme delante de tanta gente ser abrazado por unos profesores que te aprecian o saludado por otros que te respetan, según el caso. Y lo es más bajar con esa banda sobre los hombros y buscar la mirada cómplice de las personas que te quieren, familiares y amigos. Por sólo esos breves minutos de magia, la fiesta tuvo sentido. El sentido de sentarme en mi asiento, respirar hondo con el jaleo de fondo del auditorio y darme cuenta de que acababa de cumplir con una de las mayores aspiraciones de mi vida: terminar una carrera. Los abrazos de después, las pocas fotos que me llevo de recuerdo y la juerga de por la noche son simples sabores que aderezan este delicioso pastel con el que di por finalizada mi particular andadura por la universidad. Continuará...
Y curiosamente el año que viene volveré a dejarme caer por allí, para hacer un Máster que me permita doctorarme, cumplir ese sueño que siempre albergué latente en mi interior y que quizás, quién sabe, si termino siendo profesor algún día gracias a ello, acabe ligándome para siempre a este querido edificio de hormigón que ha sido mi casa durante este último lustro. Pero aún con todo eso, el vacío persiste. Parece que algo se acabó para siempre y ya no va a volver. Qué le vamos a hacer. La historia se escribe con montones de ciclos que empiezan y terminan tarde o temprano y la hora final de éste se produjo con la simbólica fiesta del viernes. Una nueva etapa irrumpe ahora con fuerza en mi vida. Se avecina un futuro de incertidumbre y dudas, pero lleno de alicientes y sueños que afronto con la prematura melancolía que me produce abandonar los apuntes y sus exámenes después de tanto tiempo, con la única certeza de que al menos oficialmente ya soy periodista y con la convicción, eso sí, de que lo mejor aún está por llegar.
Por ello, tras un periodo de larga inactividad en mi blog quería retomar hoy mi particular producción escribiendo a modo de homenaje una serie de posts que hicieran balance sobre todo este tiempo de vivencias en la facultad. Los titulo así porque efectivamente han sido unos años maravillosos. En la universidad he conocido la auténtica amistad, la que responde por ti sin preguntar nada a cambio; el compañerismo sincero, sólo posible con las personas que de verdad te valoran por lo que eres y que te quieren ayudar a ser lo que todavía no eres; el verdadero amor, aquel que te golpea de casualidad cuando menos te lo esperas y no se quiere separar de ti ni en la distancia ni en el olvido, dejándote huella para siempre. Por otra parte, también he constatado lo peor de la gente: la maldad en todas sus acepciones, la falta de educación, el egoísmo y la competitividad exagerada hasta sus máximos límites, que son la envidia y el engaño. Y es que evidentemente no todo son buenos recuerdos, pero esa concepción vitalista de la existencia que hice mía tras leer a Nietzsche en estos años maravillosos me hace valorar todas esas contradicciones como parte indisoluble de mi periodo universitario; sin duda, el más importante de mi corta vida.
Y para empezar con esta retrospectiva tan intimista sobre mi carrera, he pensado que lo más apropiado era iniciar mis reflexiones hablando precisamente de la Graduación, la culminación de esta pequeña novela de cinco episodios que se ha ido gestando en el Campus de la Complutense capítulo a capítulo, asignatura por asignatura, desde que llegase a él allá por octubre de 2004.
Cinco años después, el mismo día que tuve mi último examen, llegó la citada ceremonia. Lo primero que quisiera comentar es que a mí personalmente me hubiera gustado que se hubiese celebrado de otra manera, no lo voy a negar. Era un acto para reunir a toda la promoción de la carrera, por muy utópico que suene pretenderlo. Que realmente era imposible congregar a tanta gente en el edificio de la facultad, el lugar donde yo quería festejar la gala, tampoco lo voy a dejar de reconocer. Pero en cualquier caso, sabiendo las limitaciones que existían de antemano, lo que sí tenía claro es que deseaba algo así. Hablé con gente que me dijo que pasaba del tema, bien por no mostrarse partidaria de este tipo de formalidades, bien por no considerarla una celebración que tuviera algún sentido. Pues bien: para mí sí lo tiene. Me parece algo fundamental que todos los universitarios deberían vivir. No escondo que soy posiblemente un fetichista contumaz con este tipo de cosas, pero todas esas experiencias: las fotos de la Orla, los viajes de ecuador y fin de carrera, la propia Graduación... son actos que se quedan grabados en la memoria para siempre y que pertenecen a esa idiosincrasia tan especial de ser universitario, al mismo nivel que las clases o los pinchos de tortilla de la cafetería. Nadie que hace una carrera se los debería perder y a mí particularmente me hacía mucha ilusión realizar una cosa así para mis padres (los que me han costeado todo esto y tanto me han apoyado en los momentos difíciles), rodeado de gente con la que he convivido tantos años y que simboliza en modo alguno la culminación a tanto esfuerzo durante estos cinco años. La Graduación sirve para sentir con más claridad que has llegado al final de un ciclo y que lo cierras, aunque sea a partir de algo tan trivial como que un profesor te coloque una banda sobre los hombros con el escudo de tu universidad. Respeto que haya gente a la que no le guste o personas para las que no signifique nada y hasta comprendo que en el fondo tanta parafernalia pueda parecer un simple paripé, pero no deja de ser un bonito reconocimiento entre compañeros y familiares que me seguirá pareciendo necesario.
Dicho esto, el acto estuvo muy bien por otra parte. Las personas que tantas ganas le pusieron a la organización del evento se merecen un nuevo aplauso de los presentes y mi enésimo agradecimiento. Consiguieron crear una gala al mismo tiempo emotiva, divertida y solemne. Hubo de todo; desde el humor más bien traído hasta las reflexiones con más calado. Tuvo la duración correcta y nada sobró, salvo que quizás el vídeo con las fotos de los alumnos duró el doble de lo que muchos esperábamos.
Los profesores y el periodista invitado fueron otro dato determinante. Sus discursos, todos ellos diferentes entre sí pero con el mismo sentido de cordialidad, respeto y cariño, fueron espléndidos. En algún caso particular me sentía como si estuviese ante la última clase de la carrera, la lección más importante e influyente ante mi futuro profesional. Las siete intervenciones fueron charlas magistrales. Unas hablaban de anécdotas e historias personales; otras citaron a Homero y a grandes periodistas de la historia. Pero todas sin excepción aportaron algo: la ilusión y el ánimo para una generación de periodistas, la de nuestra promoción, que todos coincidieron en señalar que tiene muchas cosas que aportar a la mejor profesión del mundo. Y esto último no es algo que diga yo, sino el gran Gabriel García Márquez, citado en uno de los turnos de palabra.
Y finalmente, más allá del desarrollo del acto y otros pequeños matices menos interesantes o concretos, lo que sí me gustaría destacar fue lo que sentí al recibir mi beca; el momento más trascendente de esas casi tres horas de emoción contenida. A lo largo de la gala hice un par de comentarios a la gente que tenía cerca en las butacas refiriéndome a que me encontraba como si en la ceremonia de entrega de unos premios se tratase. Pues bien, el instante en el que escuché mi nombre y subí al escenario a recibir mi condecoración fue como ganar un Oscar. Sabía que a mis padres y a mi hermano esa imagen de chico delgaducho y timidote estrechando la mano de los asistentes les estaba haciendo felices. Pero yo me sentía aún más orgulloso de ellos si cabe que de mí mismo. Es una satisfacción enorme delante de tanta gente ser abrazado por unos profesores que te aprecian o saludado por otros que te respetan, según el caso. Y lo es más bajar con esa banda sobre los hombros y buscar la mirada cómplice de las personas que te quieren, familiares y amigos. Por sólo esos breves minutos de magia, la fiesta tuvo sentido. El sentido de sentarme en mi asiento, respirar hondo con el jaleo de fondo del auditorio y darme cuenta de que acababa de cumplir con una de las mayores aspiraciones de mi vida: terminar una carrera. Los abrazos de después, las pocas fotos que me llevo de recuerdo y la juerga de por la noche son simples sabores que aderezan este delicioso pastel con el que di por finalizada mi particular andadura por la universidad. Continuará...
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