jueves, 24 de julio de 2008

La merecida gloria de Carlos Sastre

El ciclismo es un deporte impresionante lleno de gente admirable. Lo supe la primera vez que vi por televisión a Miguel Induráin dando una de sus exhibiciones en el Tour. Lo supe desde que conocí a Jaime Ramos. Gracias a él, llevo enganchado a este mundillo de las bicicletas desde hace algo más de tres años, con la gran suerte encima de haber coincidido en el mejor momento de nuestro ciclismo en mucho tiempo; nuestro resurgir desde la época de sequía de Amstrong, con grandes jóvenes talentos que ahora despuntan, como Pereiro, Contador o Valverde, los dos primeros, ganadores de las dos últimas ediciones de la ronda gala.
Ayer sin embargo, la gloria más que merecida fue para un veterano, para un hombre que siempre había estado ahí, codeándose permanentemente con los mejores, sin grandes gestas a sus espaldas, pero sin grandes tropiezos tampoco; sin más medio de lograr el éxito que el del trabajo constante en un segundo plano, con el único reconocimiento para su perseverancia y su entrega. Mientras corredores más explosivos con una personalidad más agresiva nos levantaban del asiento y arrancaban nuestros elogios y aplausos, él se llevaba nuestras quejas y protestas por su falta de aplomo y nervio; su exceso de sangre fría. "Por qué no atacas!?", seguro que más de uno le gritamos alguna vez. Como escribía el otro día de forma magistral Juanma Trueba, quizás porque el carácter español sea así, más voluble, con todos los aficionados más pendientes de arreones imprevisibles y demostraciones espontáneas de genialidad frente a la inteligencia y el temple del que conoce que todo llega para quién sabe esperar. Ayer Carlos Sastre, como decía Trueba, "el más fiel de todos nuestros ciclistas", supo esperar y se llevó todos nuestros aplausos.
Vaya por delante mi ignorancia profunda en la materia, pero la etapa Reina del Tour me decepcionó hasta llegar al último puerto, la mítica subida a Alpe d'Huez. Con el CSC marcando el ritmo, dando excesiva vidilla a Evans y a Menchov, hasta entonces grandes favoritos al triunfo final. Esperé en vano ataques en el Galibier primero y en la Croix de Fer después, pero todo transcurría demasiado previsible y controlado, sin emociones que pudieran cambiar el sino de la carrera. Hasta que llegó la montaña final y apareció Sastre.
La etapa para el abulense me pareció un calco de este Tour y si me apuras, de toda su carrera en general: esperar trabajando como actor secundario hasta el instante de su gran oportunidad, romper el guión y escribir la historia que a sus 33 años hacía tiempo que merecía protagonizar. En la primera rampa del coloso de 1850 metros, la más dura de todas, cambió el ritmo e intentó irse. Solo respondió Menchov, pero había sido una jugada en falso. A diferencia de lo que dijo en su día Marx, aquí la segunda vez que se repitió la historia no fue farsa, sino drama para el ruso, que pagando el nuevo intento por seguirle, se quedaba cortado del resto de favoritos, con los que ya no volvería a contactar hasta a falta de cuatro kilómetros para la cima.
Por delante, Sastre, siempre hormiguita, iba poco a poco metiendo tiempo a sus rivales, imprimiendo un ritmo rápido y constante a golpe de riñón, como subido en una moto, escalando el primero la montaña más famosa del mundo, sin duda conocida por esta gran carrera. En una ascensión memorable, los segundos iban cayendo de cinco en cinco a cada pedalada, rodeado de un mar de holandeses y aficionandos de todas partes que se agolpaban en las cunetas de la estrecha carretera.
Por detrás de su esfuerzo, en el grupo de favoritos la tensión fue en aumento. Descartado Menchov y con Kohl en un querer y no poder, Evans resistía el pulso de Sastre a rueda de unos nerviosos hermanos Schleck. Andy, que creo que algún día ganará el Tour, revoloteaba como una mariposa entre unos y otros, sobrado de fuerza y ambición. Frank, que pienso que se vió obligado a ceder el amarillo por órdenes de Riis, lanzó un par de ataques de prueba para ver como respondían sus rivales. Pero quedaba mucho puerto y los arreones de unos y otros solo ayudaban a que el australiano conservase muchas de sus opciones a llevarse la carrera, como así habría de ser al final. Otro de los que lo intentó fue Valverde, que a buen seguro se hubiera lanzado a por la etapa, pero la diferencia con Sastre y las posibilidades de chafar a su compatriota la victoria final en Paris aconsejaron lo contrario. En un gran gesto, el murciano, visiblemente con fuerzas, se quedaba con los mejores ralentizando el ritmo, hasta permitir también la llegada de un Samuel Sánchez que tras sufrir al inicio, empezaba su remontada.
Evans asumió el mando definitivo cuando el panorama se relajó, a cinco para meta. Entonces la diferencia rondaba los 2'30. Después de sobrevivir a rueda de los demás, apoyándose como siempre en las respuestas que servían de puente a los ataques, al corredor del Silence Lotto no le quedó otra que tirar del grupo y demostrar si quería ganar la carrera. De su esfuerzo Samuel y Andy se vinieron definitivamente arriba y se disputaron un bonito sprint final que acabó ratificando el doblete español en los Alpes. Antes, nuestro héroe Sastre cruzaba la meta besando el maillot del mejor equipo del mundo, el que finalmente le había ayudado a conseguir el liderato. Con 1'34 de ventaja, la cosa está difícil para la crono, pero no es imposible. En todo caso, lo importante sucedió ayer, consiguiendo por fin vestirse de amarillo en el Tour, el premio a toda una trayectoria tras numerosos intentos. Contuvo las lágrimas de la emoción en el podio y nosotros la sonrisa de satisfacción en nuestras casas. La película; su película, tuvo el mejor de los finales, tan inesperado como merecido y brillante. Con Michael Douglas como actor invitado.

martes, 1 de julio de 2008

El sueño de los campeones

Ha sido tan maravilloso que estaba deseando escribir. Por fin somos campeones. Campeones de Europa. Se acabaron todos nuestros miedos, todos nuestros complejos y decepciones. Desde ayer ya sabemos como se saborea la miel del éxito y qué se siente cuando es tu equipo el que levanta la copa rodeado de confeti ante los ojos de Europa y del mundo; ante los ojos de todos. Nos lo merecíamos por muchas razones. Habíamos estado esperando demasiado tiempo para disfrutar de algo así; cuarenta y cuatro años de travesía por el desierto del fracaso. Muchos no lo habíamos vivido e incluso algunos pensábamos que nunca seríamos capaces de lograrlo. Pero lo hicimos. Y ahora ya conocemos la dulzura de cambiar las lágrimas de la desilusión por las de la alegría y la euforia. Que nadie se las seque.
Esta Eurocopa ha sido definitivamente la nuestra, el momento que todos los españoles deseábamos, el instante de nuestra consagración en el cada vez más difícil mundo del fútbol. Poco a poco habíamos ido superando con éxito todas nuestras barreras deportivas, todo aquello que otros pueblos aparentemente más fuertes y unidos dominaban y sometían a su antojo, como algo que parecía que les pertenecía. En ciclismo, en tenis, en balonmano, en baloncesto y hasta en un mundo tan cerrado y elitista como es el de la Fórmula 1. En todos esos campos y en todos los demás habíamos terminado por triunfar, finalmente y felizmente, gracias a geniales ganadores como Gasol, Contador, Nadal o Alonso entre otros. Solo nos faltaba el fútbol, el rey de todos los deportes; el único que siempre se nos atragantaba cuando pensábamos, quizás contagiados por todos esos fenómenos, que seríamos capaces de trasladar sus éxitos sobre el césped; los éxitos de una nueva generación de deportistas que se sienten orgullosos de su país y desafían con coraje a la historia que les señala de antemano como perdedores. La historia de nuestro fútbol, la misma que tanto queríamos cambiar y que tanto había traicionado nuestras esperanzas, había sido siempre así. Dejando a un lado el oro de Barcelona '92, solo en una ocasión en 1964 pudimos cantar victoria. En Madrid, con el mismo trofeo en juego y ante la antigua Unión Soviética. Una isla en medio de un océano de desencantos, un recuerdo demasiado lejano. Insuficiente. En blanco y negro.
Ahora de entre todos los colores que llenan de matices el fútbol, parece que solo destaca el rojo y el dorado que luce España. En un deporte poco evolucionado, cada vez más condicionado por el físico y la táctica, la Selección ha provocado una auténtica revolución; un despliegue de espectáculo y lucidez a base de toque y alegría, un antídoto que viene a curar la enfermedad de la melancolía por la que estaba atravesando una disciplina tan grande como el fútbol, elevada de nuevo a la categoría de arte por los nuestros, como ya hiciera la Holanda de Cruyff o el Brasil del '70. Decía hace pocos día el periódico La Repubblica que España era como una pandilla de niños felices jugando al fútbol bajo la lluvia, con la atenta mirada de su abuelo al fondo. Es una idea perfecta para describir lo que ha sido este grupo de 23 jugadores: un equipo entrañable que nos dibuja una sonrisa gigante a todos.
Luis Aragonés ha sabido capear estoicamente el temporal Raúl durante largos meses, defendiéndose de críticas y defendiendo un estilo de juego en el que el madridista no encajaba. Un patrón en el que la idea, la calidad y el talento han desbancado al músculo. El "Sabio de Hortaleza", nuestro abuelo, ha diseñado una ópera magna integrada por once jugones bajitos que correteaban alegremente por el campo, moviendo el balón con mimo de lado a lado, acariciando la hierba por todas las zonas del terreno de juego, a veces lentamente paralizando el tiempo; a veces rápidamente mareando al contrario. Todos juntos y unidos, sin protagonismos, sin favoritismos ni desplantes, con absoluta confianza en las instrucciones del seleccionador, tocando como nunca antes la sinfonía del entusiasmo y de la ilusión de una afición increíble, bajo la batuta de un Xavi espléndido, elegido mejor jugador de la Eurocopa.
Al compás de nuestro director de orquesta, que movía el equipo al ritmo milimétrico de sus pases, el resto del centro del campo interpretaba las melodías del juego con una musicalidad de fantasía. Listos, rápidos, burlones y descarados, los Iniesta, Cesc, Silva, Senna, Cazorla y compañía, siempre pensaban unas décimas de segundo por delante del rival, triangulando con soltura una y otra vez, trazando un repertorio incontable de pases de todos los estilos inimaginables, guiados por la entelequia y la clase del que destaca en su terreno sobre los demás, y siempre con paciencia, hasta dar con el ritmo más conveniente; con la fórmula más adecuada para acabar cada jugada. La gran virtud de este equipo ha sido ganar la Eurocopa con un estilo de juego definido: el del "tiqui-taca" y el "jogo bonito" que nos gusta a todos. Gracias a esta puesta en escena han ganado todos los partidos menos uno y no han perdido ninguno, revalorizando su gran azaña. Desde la defensa, con unos inconmensurables Puyol y Marchena cada vez más inexpugnables lo largo del torneo; desde la portería, con los paradones de Iker, salvador en momentos decisivos como tantas veces; y desde la delantera, la mejor que nunca hemos tenido, con un Villa letal en los espacios cortos, pichichi del campeonato, y un Torres, héroe de la final de ayer con su golazo, peligro permanente por sus desmarques en largo. Desde todas estas claves, España ha triunfado en Austria pasando por encima entre otras, de la campeona de Europa, Grecia; de la campeona del mundo, Italia; y en el día más importante, de la selección más laureada, Alemania. Casi nada. Sin excusas.
Ayer en Viena fue ese el día, ésa fue la noche. La noche con la que llevábamos soñando tanto tiempo. Resistimos entre todos el empujón inicial de los germanos, siempre tan difíciles de ganar por su constante alergia a la derrota. Resistimos las insolencias de otro mal árbitro, de esos con afán de protagonismo. Acabamos con la mala suerte, los fantasmas que tanto nos perseguían. Llegó el gol del Niño, que marcó por fe, insistencia, velocidad y finalmente calidad para batir a Lehmann con un sutil toque picado por el único sitio por el que podía entrar el balón, para que siguiéramos soñando. Y seguimos jugando igual. Siempre buscando el gol, intentando rematar el partido. Sin acierto anoche, eso sí, pero con la misma insultante categoría y superioridad que nos ha caracterizado y que nos ha convertido en el equipo de moda. Nada ha sido nunca en esta Euro por chulería, no hubo jamás banalidades. Todas las acciones tenían un sentido; ya fuera controlar el juego, ir a la presión, salir al contrataque o marcar un gol. El encuentro acabó con nuestros pequeños talentos haciendo rondos en el área alemana. Siempre con generosidad, la misma que han lucido estos auténticos campeones dentro y fuera del campo, acordándose de los que ya no están, como Genaro Borrás o Antonio Puerta; recordando y homenajeando a los que ya estuvieron, como hizo Palop con Arconada.
Ayer fue nuestro momento y nos tocó a nosotros levantar la copa. Ese era nuestro sueño antes de que la pelota echara a rodar en Suiza el pasado 7 de junio. Otras selecciones con menos virtudes lo habían conseguido anteriormente. Por qué no íbamos a poder lograrlo nosotros? Teníamos tantas o más razones que los demás para seguir soñando. Y de ensueño jugamos para conseguirlo; para alcanzarlo. Y por fin lo hemos alcanzado. Somos los campeones. Y aunque ya no es ningún sueño, por favor, que nadie nos despierte.