Hace 2.500 años los antiguos celtas temían la noche de víspera de difuntos porque decía una remota leyenda del pasado, que en la unión del fin del verano con el principio del invierno, los espíritus salían de sus escondrijos aprovechando la caída del sol. Entonces, coincidiendo con los últimos rayos de luz naranja del crepúsculo, moraba entre las tumbas de los cementerios, con sonrisa diabólica y sombrero de bruja macabra, el terror de todas las criaturas. Un extraño personaje de silueta delgada, capa oscura y ojos largos y brillantes, al que las gentes, asustadas, trataban de evitar encerrándose en sus casas. Lo llamaban Halloween...
Corría el año 300 a. C. y el Señor Halloween se desperezaba en su mausoleo, entre ratas pestilentas y telas de araña en las esquinas. Esa noche saldría a dar un paseo con los lobos y a patear calabazas. Se cepilló sus dientes afilados y verdes como el musgo de los robles del norte, se vistió con su traje negro de larga capa con forma de ala de murciélago y tras ponerse su sombrero puntiagudo medio ladeado, salió de la cripta tarareando una tétrica canción de muertos vivientes. Hacía una noche estupenda con luna llena en un cielo salpicado de estrellas parpadeantes, cómplices en su infinitud de sueños intranquilos para seres de corazón noble. El Señor Halloween caminaba entre los árboles desnudos de un bosque siniestro, a paso ligero codeándose con gracia entre una maleza llena de bruma espesa de gris opaco. Por el camino asustó a dos lechuzas que lo miraban agazapadas en la oscuridad de sendos troncos carcomidos por el paso del tiempo. Sus enormes ojos amarillos enseñaron el miedo por primera vez en sus vidas. Cuando la segunda escapó volando, el Señor Halloween soltó una inquietante risotada.
Entre las lápidas del cementerio del pueblo se encontró con varios fantasmas que gritaban lamentos con profundo y amargo dolor. Pululaban entre los nichos atravesando obstáculos con nerviosismo, destellando con una luminosidad triste como nubes de tormenta. Los saludó con efusividad y se entretuvo unos minutos asustando a algunas alimañas solitarias que se acercaban al camino del camposanto.
Cuando bajó el sendero y llegó a la plaza principal de la aldea, soltó una nueva risotada. Sonó tan aguda y estridente, que las pocas luces que quedaban encendidas en varias de las casas colindantes se apagaron súbitamente, casi al unísono. El Señor Halloween disfrutaba mucho paseando por las calles vacías respirando el pánico de la gente. Le encantaba que le dejasen adornos putrefactos colgados de las puertas y ventanas. A veces incluso roía algún hueso que encontraba por ahí tirado. Era su noche favorita del año, la noche donde los aquelarres congregaban más brujas, donde los muertos se intentaban acercar a los vivos para asustarlos. Era la noche de Halloween y una sombra oscura se movía siniestra por las calles, en soledad plena.
Descendió un poco más por el caminito hacia las afueras y entró en una pequeña finca llena de calabazas. Arrancó muchas, pisoteó bastantes riendo jocosamente en cada fechoría. Arriba en el cielo, la luna temblaba con cada alarido travieso. El río sonaba triste recordando a melodía fúnebre de organillo y monstruos extraños moraban en la profundidad de sus aguas turbias. Recogió de aquella huerta la más grande de todas las calabazas que pudo hallar y la llevó consigo de vuelta nuevamente hacia el pueblo. Una vez en la plaza principal, la dotó de un rostro malvado y desafiante con dos enormes ojos como los suyos y una gran sonrisa de afiladas mandíbulas. Acto seguido, la colgó de lo alto de la fuente de la plaza en uno de los salientes de la figura de piedra y entonces, sirviéndose de una ráfaga de viento que arrastraba hojas secas de otoño consigo, sentenció berrando con furia burlona a los cuatro costados palabras de magía arcana: "Viva la noche de Halloween, temblad todos de miedo y sabed que mientras no haya luz los espectros son los amos de la tierra, para sembrar el terror a todo aquel que se cruce en nuestro camino. Aceptad el trato o asumid las consecuencias". Y el Señor Halloween de nuevo se echó a reír, esta vez mucho más fuerte y exageradamente. Era el dueño de la noche. La noche que tras toda una eternidad se ha hecho famosa en el mundo entero perdurando hasta nuestros días. La noche que ahora lleva su nombre.
Corría el año 300 a. C. y el Señor Halloween se desperezaba en su mausoleo, entre ratas pestilentas y telas de araña en las esquinas. Esa noche saldría a dar un paseo con los lobos y a patear calabazas. Se cepilló sus dientes afilados y verdes como el musgo de los robles del norte, se vistió con su traje negro de larga capa con forma de ala de murciélago y tras ponerse su sombrero puntiagudo medio ladeado, salió de la cripta tarareando una tétrica canción de muertos vivientes. Hacía una noche estupenda con luna llena en un cielo salpicado de estrellas parpadeantes, cómplices en su infinitud de sueños intranquilos para seres de corazón noble. El Señor Halloween caminaba entre los árboles desnudos de un bosque siniestro, a paso ligero codeándose con gracia entre una maleza llena de bruma espesa de gris opaco. Por el camino asustó a dos lechuzas que lo miraban agazapadas en la oscuridad de sendos troncos carcomidos por el paso del tiempo. Sus enormes ojos amarillos enseñaron el miedo por primera vez en sus vidas. Cuando la segunda escapó volando, el Señor Halloween soltó una inquietante risotada.
Entre las lápidas del cementerio del pueblo se encontró con varios fantasmas que gritaban lamentos con profundo y amargo dolor. Pululaban entre los nichos atravesando obstáculos con nerviosismo, destellando con una luminosidad triste como nubes de tormenta. Los saludó con efusividad y se entretuvo unos minutos asustando a algunas alimañas solitarias que se acercaban al camino del camposanto.
Cuando bajó el sendero y llegó a la plaza principal de la aldea, soltó una nueva risotada. Sonó tan aguda y estridente, que las pocas luces que quedaban encendidas en varias de las casas colindantes se apagaron súbitamente, casi al unísono. El Señor Halloween disfrutaba mucho paseando por las calles vacías respirando el pánico de la gente. Le encantaba que le dejasen adornos putrefactos colgados de las puertas y ventanas. A veces incluso roía algún hueso que encontraba por ahí tirado. Era su noche favorita del año, la noche donde los aquelarres congregaban más brujas, donde los muertos se intentaban acercar a los vivos para asustarlos. Era la noche de Halloween y una sombra oscura se movía siniestra por las calles, en soledad plena.
Descendió un poco más por el caminito hacia las afueras y entró en una pequeña finca llena de calabazas. Arrancó muchas, pisoteó bastantes riendo jocosamente en cada fechoría. Arriba en el cielo, la luna temblaba con cada alarido travieso. El río sonaba triste recordando a melodía fúnebre de organillo y monstruos extraños moraban en la profundidad de sus aguas turbias. Recogió de aquella huerta la más grande de todas las calabazas que pudo hallar y la llevó consigo de vuelta nuevamente hacia el pueblo. Una vez en la plaza principal, la dotó de un rostro malvado y desafiante con dos enormes ojos como los suyos y una gran sonrisa de afiladas mandíbulas. Acto seguido, la colgó de lo alto de la fuente de la plaza en uno de los salientes de la figura de piedra y entonces, sirviéndose de una ráfaga de viento que arrastraba hojas secas de otoño consigo, sentenció berrando con furia burlona a los cuatro costados palabras de magía arcana: "Viva la noche de Halloween, temblad todos de miedo y sabed que mientras no haya luz los espectros son los amos de la tierra, para sembrar el terror a todo aquel que se cruce en nuestro camino. Aceptad el trato o asumid las consecuencias". Y el Señor Halloween de nuevo se echó a reír, esta vez mucho más fuerte y exageradamente. Era el dueño de la noche. La noche que tras toda una eternidad se ha hecho famosa en el mundo entero perdurando hasta nuestros días. La noche que ahora lleva su nombre.
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