Ha sido tan maravilloso que estaba deseando escribir. Por fin somos campeones. Campeones de Europa. Se acabaron todos nuestros miedos, todos nuestros complejos y decepciones. Desde ayer ya sabemos como se saborea la miel del éxito y qué se siente cuando es tu equipo el que levanta la copa rodeado de confeti ante los ojos de Europa y del mundo; ante los ojos de todos. Nos lo merecíamos por muchas razones. Habíamos estado esperando demasiado tiempo para disfrutar de algo así; cuarenta y cuatro años de travesía por el desierto del fracaso. Muchos no lo habíamos vivido e incluso algunos pensábamos que nunca seríamos capaces de lograrlo. Pero lo hicimos. Y ahora ya conocemos la dulzura de cambiar las lágrimas de la desilusión por las de la alegría y la euforia. Que nadie se las seque.
Esta Eurocopa ha sido definitivamente la nuestra, el momento que todos los españoles deseábamos, el instante de nuestra consagración en el cada vez más difícil mundo del fútbol. Poco a poco habíamos ido superando con éxito todas nuestras barreras deportivas, todo aquello que otros pueblos aparentemente más fuertes y unidos dominaban y sometían a su antojo, como algo que parecía que les pertenecía. En ciclismo, en tenis, en balonmano, en baloncesto y hasta en un mundo tan cerrado y elitista como es el de la Fórmula 1. En todos esos campos y en todos los demás habíamos terminado por triunfar, finalmente y felizmente, gracias a geniales ganadores como Gasol, Contador, Nadal o Alonso entre otros. Solo nos faltaba el fútbol, el rey de todos los deportes; el único que siempre se nos atragantaba cuando pensábamos, quizás contagiados por todos esos fenómenos, que seríamos capaces de trasladar sus éxitos sobre el césped; los éxitos de una nueva generación de deportistas que se sienten orgullosos de su país y desafían con coraje a la historia que les señala de antemano como perdedores. La historia de nuestro fútbol, la misma que tanto queríamos cambiar y que tanto había traicionado nuestras esperanzas, había sido siempre así. Dejando a un lado el oro de Barcelona '92, solo en una ocasión en 1964 pudimos cantar victoria. En Madrid, con el mismo trofeo en juego y ante la antigua Unión Soviética. Una isla en medio de un océano de desencantos, un recuerdo demasiado lejano. Insuficiente. En blanco y negro.
Ahora de entre todos los colores que llenan de matices el fútbol, parece que solo destaca el rojo y el dorado que luce España. En un deporte poco evolucionado, cada vez más condicionado por el físico y la táctica, la Selección ha provocado una auténtica revolución; un despliegue de espectáculo y lucidez a base de toque y alegría, un antídoto que viene a curar la enfermedad de la melancolía por la que estaba atravesando una disciplina tan grande como el fútbol, elevada de nuevo a la categoría de arte por los nuestros, como ya hiciera la Holanda de Cruyff o el Brasil del '70. Decía hace pocos día el periódico La Repubblica que España era como una pandilla de niños felices jugando al fútbol bajo la lluvia, con la atenta mirada de su abuelo al fondo. Es una idea perfecta para describir lo que ha sido este grupo de 23 jugadores: un equipo entrañable que nos dibuja una sonrisa gigante a todos.
Luis Aragonés ha sabido capear estoicamente el temporal Raúl durante largos meses, defendiéndose de críticas y defendiendo un estilo de juego en el que el madridista no encajaba. Un patrón en el que la idea, la calidad y el talento han desbancado al músculo. El "Sabio de Hortaleza", nuestro abuelo, ha diseñado una ópera magna integrada por once jugones bajitos que correteaban alegremente por el campo, moviendo el balón con mimo de lado a lado, acariciando la hierba por todas las zonas del terreno de juego, a veces lentamente paralizando el tiempo; a veces rápidamente mareando al contrario. Todos juntos y unidos, sin protagonismos, sin favoritismos ni desplantes, con absoluta confianza en las instrucciones del seleccionador, tocando como nunca antes la sinfonía del entusiasmo y de la ilusión de una afición increíble, bajo la batuta de un Xavi espléndido, elegido mejor jugador de la Eurocopa.
Al compás de nuestro director de orquesta, que movía el equipo al ritmo milimétrico de sus pases, el resto del centro del campo interpretaba las melodías del juego con una musicalidad de fantasía. Listos, rápidos, burlones y descarados, los Iniesta, Cesc, Silva, Senna, Cazorla y compañía, siempre pensaban unas décimas de segundo por delante del rival, triangulando con soltura una y otra vez, trazando un repertorio incontable de pases de todos los estilos inimaginables, guiados por la entelequia y la clase del que destaca en su terreno sobre los demás, y siempre con paciencia, hasta dar con el ritmo más conveniente; con la fórmula más adecuada para acabar cada jugada. La gran virtud de este equipo ha sido ganar la Eurocopa con un estilo de juego definido: el del "tiqui-taca" y el "jogo bonito" que nos gusta a todos. Gracias a esta puesta en escena han ganado todos los partidos menos uno y no han perdido ninguno, revalorizando su gran azaña. Desde la defensa, con unos inconmensurables Puyol y Marchena cada vez más inexpugnables lo largo del torneo; desde la portería, con los paradones de Iker, salvador en momentos decisivos como tantas veces; y desde la delantera, la mejor que nunca hemos tenido, con un Villa letal en los espacios cortos, pichichi del campeonato, y un Torres, héroe de la final de ayer con su golazo, peligro permanente por sus desmarques en largo. Desde todas estas claves, España ha triunfado en Austria pasando por encima entre otras, de la campeona de Europa, Grecia; de la campeona del mundo, Italia; y en el día más importante, de la selección más laureada, Alemania. Casi nada. Sin excusas.
Ayer en Viena fue ese el día, ésa fue la noche. La noche con la que llevábamos soñando tanto tiempo. Resistimos entre todos el empujón inicial de los germanos, siempre tan difíciles de ganar por su constante alergia a la derrota. Resistimos las insolencias de otro mal árbitro, de esos con afán de protagonismo. Acabamos con la mala suerte, los fantasmas que tanto nos perseguían. Llegó el gol del Niño, que marcó por fe, insistencia, velocidad y finalmente calidad para batir a Lehmann con un sutil toque picado por el único sitio por el que podía entrar el balón, para que siguiéramos soñando. Y seguimos jugando igual. Siempre buscando el gol, intentando rematar el partido. Sin acierto anoche, eso sí, pero con la misma insultante categoría y superioridad que nos ha caracterizado y que nos ha convertido en el equipo de moda. Nada ha sido nunca en esta Euro por chulería, no hubo jamás banalidades. Todas las acciones tenían un sentido; ya fuera controlar el juego, ir a la presión, salir al contrataque o marcar un gol. El encuentro acabó con nuestros pequeños talentos haciendo rondos en el área alemana. Siempre con generosidad, la misma que han lucido estos auténticos campeones dentro y fuera del campo, acordándose de los que ya no están, como Genaro Borrás o Antonio Puerta; recordando y homenajeando a los que ya estuvieron, como hizo Palop con Arconada.
Ayer fue nuestro momento y nos tocó a nosotros levantar la copa. Ese era nuestro sueño antes de que la pelota echara a rodar en Suiza el pasado 7 de junio. Otras selecciones con menos virtudes lo habían conseguido anteriormente. Por qué no íbamos a poder lograrlo nosotros? Teníamos tantas o más razones que los demás para seguir soñando. Y de ensueño jugamos para conseguirlo; para alcanzarlo. Y por fin lo hemos alcanzado. Somos los campeones. Y aunque ya no es ningún sueño, por favor, que nadie nos despierte.
Esta Eurocopa ha sido definitivamente la nuestra, el momento que todos los españoles deseábamos, el instante de nuestra consagración en el cada vez más difícil mundo del fútbol. Poco a poco habíamos ido superando con éxito todas nuestras barreras deportivas, todo aquello que otros pueblos aparentemente más fuertes y unidos dominaban y sometían a su antojo, como algo que parecía que les pertenecía. En ciclismo, en tenis, en balonmano, en baloncesto y hasta en un mundo tan cerrado y elitista como es el de la Fórmula 1. En todos esos campos y en todos los demás habíamos terminado por triunfar, finalmente y felizmente, gracias a geniales ganadores como Gasol, Contador, Nadal o Alonso entre otros. Solo nos faltaba el fútbol, el rey de todos los deportes; el único que siempre se nos atragantaba cuando pensábamos, quizás contagiados por todos esos fenómenos, que seríamos capaces de trasladar sus éxitos sobre el césped; los éxitos de una nueva generación de deportistas que se sienten orgullosos de su país y desafían con coraje a la historia que les señala de antemano como perdedores. La historia de nuestro fútbol, la misma que tanto queríamos cambiar y que tanto había traicionado nuestras esperanzas, había sido siempre así. Dejando a un lado el oro de Barcelona '92, solo en una ocasión en 1964 pudimos cantar victoria. En Madrid, con el mismo trofeo en juego y ante la antigua Unión Soviética. Una isla en medio de un océano de desencantos, un recuerdo demasiado lejano. Insuficiente. En blanco y negro.
Ahora de entre todos los colores que llenan de matices el fútbol, parece que solo destaca el rojo y el dorado que luce España. En un deporte poco evolucionado, cada vez más condicionado por el físico y la táctica, la Selección ha provocado una auténtica revolución; un despliegue de espectáculo y lucidez a base de toque y alegría, un antídoto que viene a curar la enfermedad de la melancolía por la que estaba atravesando una disciplina tan grande como el fútbol, elevada de nuevo a la categoría de arte por los nuestros, como ya hiciera la Holanda de Cruyff o el Brasil del '70. Decía hace pocos día el periódico La Repubblica que España era como una pandilla de niños felices jugando al fútbol bajo la lluvia, con la atenta mirada de su abuelo al fondo. Es una idea perfecta para describir lo que ha sido este grupo de 23 jugadores: un equipo entrañable que nos dibuja una sonrisa gigante a todos.
Luis Aragonés ha sabido capear estoicamente el temporal Raúl durante largos meses, defendiéndose de críticas y defendiendo un estilo de juego en el que el madridista no encajaba. Un patrón en el que la idea, la calidad y el talento han desbancado al músculo. El "Sabio de Hortaleza", nuestro abuelo, ha diseñado una ópera magna integrada por once jugones bajitos que correteaban alegremente por el campo, moviendo el balón con mimo de lado a lado, acariciando la hierba por todas las zonas del terreno de juego, a veces lentamente paralizando el tiempo; a veces rápidamente mareando al contrario. Todos juntos y unidos, sin protagonismos, sin favoritismos ni desplantes, con absoluta confianza en las instrucciones del seleccionador, tocando como nunca antes la sinfonía del entusiasmo y de la ilusión de una afición increíble, bajo la batuta de un Xavi espléndido, elegido mejor jugador de la Eurocopa.
Al compás de nuestro director de orquesta, que movía el equipo al ritmo milimétrico de sus pases, el resto del centro del campo interpretaba las melodías del juego con una musicalidad de fantasía. Listos, rápidos, burlones y descarados, los Iniesta, Cesc, Silva, Senna, Cazorla y compañía, siempre pensaban unas décimas de segundo por delante del rival, triangulando con soltura una y otra vez, trazando un repertorio incontable de pases de todos los estilos inimaginables, guiados por la entelequia y la clase del que destaca en su terreno sobre los demás, y siempre con paciencia, hasta dar con el ritmo más conveniente; con la fórmula más adecuada para acabar cada jugada. La gran virtud de este equipo ha sido ganar la Eurocopa con un estilo de juego definido: el del "tiqui-taca" y el "jogo bonito" que nos gusta a todos. Gracias a esta puesta en escena han ganado todos los partidos menos uno y no han perdido ninguno, revalorizando su gran azaña. Desde la defensa, con unos inconmensurables Puyol y Marchena cada vez más inexpugnables lo largo del torneo; desde la portería, con los paradones de Iker, salvador en momentos decisivos como tantas veces; y desde la delantera, la mejor que nunca hemos tenido, con un Villa letal en los espacios cortos, pichichi del campeonato, y un Torres, héroe de la final de ayer con su golazo, peligro permanente por sus desmarques en largo. Desde todas estas claves, España ha triunfado en Austria pasando por encima entre otras, de la campeona de Europa, Grecia; de la campeona del mundo, Italia; y en el día más importante, de la selección más laureada, Alemania. Casi nada. Sin excusas.
Ayer en Viena fue ese el día, ésa fue la noche. La noche con la que llevábamos soñando tanto tiempo. Resistimos entre todos el empujón inicial de los germanos, siempre tan difíciles de ganar por su constante alergia a la derrota. Resistimos las insolencias de otro mal árbitro, de esos con afán de protagonismo. Acabamos con la mala suerte, los fantasmas que tanto nos perseguían. Llegó el gol del Niño, que marcó por fe, insistencia, velocidad y finalmente calidad para batir a Lehmann con un sutil toque picado por el único sitio por el que podía entrar el balón, para que siguiéramos soñando. Y seguimos jugando igual. Siempre buscando el gol, intentando rematar el partido. Sin acierto anoche, eso sí, pero con la misma insultante categoría y superioridad que nos ha caracterizado y que nos ha convertido en el equipo de moda. Nada ha sido nunca en esta Euro por chulería, no hubo jamás banalidades. Todas las acciones tenían un sentido; ya fuera controlar el juego, ir a la presión, salir al contrataque o marcar un gol. El encuentro acabó con nuestros pequeños talentos haciendo rondos en el área alemana. Siempre con generosidad, la misma que han lucido estos auténticos campeones dentro y fuera del campo, acordándose de los que ya no están, como Genaro Borrás o Antonio Puerta; recordando y homenajeando a los que ya estuvieron, como hizo Palop con Arconada.
Ayer fue nuestro momento y nos tocó a nosotros levantar la copa. Ese era nuestro sueño antes de que la pelota echara a rodar en Suiza el pasado 7 de junio. Otras selecciones con menos virtudes lo habían conseguido anteriormente. Por qué no íbamos a poder lograrlo nosotros? Teníamos tantas o más razones que los demás para seguir soñando. Y de ensueño jugamos para conseguirlo; para alcanzarlo. Y por fin lo hemos alcanzado. Somos los campeones. Y aunque ya no es ningún sueño, por favor, que nadie nos despierte.
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