lunes, 8 de noviembre de 2010

Otoño en Cuenca

Adoro viajar y conocer. Va forjado en mi carácter y lo fomento. Lo disfruto como el que más porque me supone entre otras cosas sentirme vivo y vivir despierto. No importa a dónde me dirija ya que la gracia de recorrer mundo radica en hacerlo rumbo a cualquier rincón, sea el que sea. Tal vez debido a que lo que yo busco viajando es compartir vivencias y hacer que la aventura sea posible al formar parte de ella. En este sentido, como sucede con casi todas las cosas de la vida, lo verdaderamente bonito de viajar es hacerlo con gente que merece la pena. Y si encima son escapadas cortas, pero intensas; con varias excursiones diferentes, organización espontánea y mucho movimiento, todavía lo disfruto más. Lo de Cuenca de este pasado fin de semana cumplía esos dos requisitos. El segundo lo intuía. Del primero estaba seguro.
Desde el momento en que se evapora la niebla, la serranía conquense es hermosa en otoño si el día acompaña. El sábado tuvimos un tiempo espléndido, de ese con sol que calienta los huesos sin quemar, haciéndose querer por su poca chispa a medida que se aproxima el atardecer. Bajo sus escarpadas rocas manchegas dibujando hoces sobre los caprichosos recovecos de los ríos, caminamos entre árboles rojos, naranjas y amarillos. Por el camino ermitas inalcanzables, esculturas de ruta misteriosa talladas en piedra y molinos de papel que no existen. Entre medias un paisaje urbano de casas colgadas a la imaginación de los peñascos y un barrio del siglo XIV en lo más alto del frío, con puentes sobre el abismo, iglesias preciosas de rosetones brillantes, bares con tapas de oreja, increíbles macetas y luces suspendidas en las cornisas de un ambiente difuso en torno a la calle San Francisco, con la mirada atenta de un santo fantasmagórico en la lejanía, pendido con pálido reflejo de plata sobre la negrura de la noche.
Cuenca en día y medio me ha encantado, como su célebre ciudad de cuento a cinco kilómetros de distancia. No hubo tiempo para más que pequeños paseos, risas mezcladas con tos y conversación distendida en inmejorable compañía. Todo ello salpicado por sesiones de fotos sin descanso y la paz que brinda sentirse a gusto en un lugar desconocido, sea el que sea. Para el recuerdo recorrer los campos arados en los confines de la Alcarria, tierra rojilla sobre cielo azulado, formando remolinos de hojas secas de chopos a nuestro paso en el coche de Juan, con la música animando el ánimo de los cuatro. Al haber resultado corto, vibrante, especial, fue un viaje perfecto por insuficiente. Porque deja ganas de repetir, en otro lado, en algún tiempo próximo. Yo desde luego estaré dispuesto a un segundo plato. Espero que Cuenca sólo haya sido un aperitivo.

1 comentario:

  1. Entre medias un paisaje urbano de casas colgadas a la imaginación de los peñascos y un barrio del siglo XIV en lo más alto del frío, con puentes sobre el abismo, iglesias preciosas de rosetones brillantes, bares con tapas de oreja, increíbles macetas y luces suspendidas en las cornisas de un ambiente difuso en torno a la calle San Francisco, con la mirada atenta de un santo fantasmagórico en la lejanía, pendido con pálido reflejo de plata sobre la negrura de la noche.

    Esto es precioso Manuel, gracias ti por tu compañía. Me encanta.. me encanta todo lo que escribes. Gracias!!!

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